Inocencio Reyes
Se han escrito miles de poemas, novelas, adagios y otros tantos libros de filosofía sobre los amigos y la amistad. Aristóteles decía que la amistad era la relación humana más cercana a la perfección: libre, limpia, transparente; sin obligaciones ni oblaciones; sin moronas contaminadas de salivas grises, sin maromas circenses de perífrasis lodosas. Pero tus palabras han transfigurado una banalidad cotidiana en un milagro que sólo ocurre cuando descuelgas tu alma del tubo del closet para engalanarte en una tarde nublada de lluvia finísima, de ese rocío desprendido de las gotas de agua con las que el cielo desfigura la hediondez de las frases de oquedad y hosquedad, del parodio por odio.
Los seres humanos cuya mirada te limpia desprenden un olor afectuoso. El afecto les confiere una nitidez especial que les precede y les sigue. Esa nitidez aclara también sus flancos, su nombre, sus palabras, y te acompañan cuando ellos no están.
Los amigos son lo contrario de la roca dura. Son el envés del espino y del metal cortante. Te complace pensar en ellos como esponjas con forma humana donde eres acogido y envuelto blandamente. Sus adjetivos sin púas brotan llanos de la sonrisa. No se alimentan de las espaldas de los ausentes, no disfrazan de humor la calumnia recubierta de ponzoña mugrosa.
Llega de pronto uno. Abarcas su volumen entre los brazos. Estás incluido en un entrecruzar del alma que circula la sangre del hombro a la punta de los dedos. Pecho con pecho, en su aceptación, en la cercanía que te conceden borras tus nubes interiores. De paso les impones un amanecer de tus noches diurnas, mientras disuelves gustosamente en la alegría de tus pequeñas y defectuosas dimensiones. Las palabras cristalinas no se escurren entre los dedos.
Luego viene la despedida. Te das la vuelta para verlo marchar. Compruebas que la mitad de ti se va con él y que la mitad de él se queda contigo; la guardas en la ingrávida envoltura del alma que volverás a colgar en la percha, en espera de un nuevo “depósito de resplandores”. Gracias, querido Fernando. Gracias por el “oxígeno sonoro”. Nos has reconciliado con nuestra lengua, hoy hundida en la pestilencia de las redes sociales, la verborrea de políticos y mercaderes, arrogancias intelectuales, aguas envenenadas, bosques incendiados, aires radioactivos, envidias camufladas de juicios morales.